Un viento frío soplaba a través de la estepa, pero Sapura Kadyrova no le vio sentido a abrigarse. Estaba esperando para recibir a su hijo, quien llegaba a casa de la guerra en un ataúd carmesí concedido por el gobierno.
“Tal vez no esté abrigada”, se lamentó Kadyrova, de 85 años. “Bueno, entonces déjenme morir”.
Ella y sus hijas llevaban todo el día recibiendo a familiares, amigos y vecinos que habían ido a dar sus condolencias por su hijo, Garipul Kadyrov, quien fue asesinado cerca del frente de batalla en Klishchiivka, en el este de Ucrania.
“En febrero habría cumplido 50 años y me prometió que iban a permitirle volver a casa para esa fecha”, le contó Kadyrova a sus invitados. “Ahora solo lo encontraré en su tumba”.
En las grandes ciudades de Rusia, la guerra puede parecer un ruido de fondo lejano, con los últimos iPhone a la venta y todo luciendo prácticamente igual que antes, salvo por los omnipresentes carteles de reclutamiento del Ejército. Si bien hasta el 80 por ciento de los ucranianos tienen un amigo cercano o un familiar que ha sido herido o ha muerto en la guerra, muchos rusos en los centros urbanos todavía se sienten aislados de ella.
Es en pueblos como Ovsyanka, una antigua granja colectiva en el suroeste de Rusia, donde el dolor y las pérdidas de la guerra se sienten de forma más profunda. Y mientras amigos y vecinos se congregaban en la pequeña casa de Kadyrova, preparando comida en la cocina y compartiendo recuerdos sobre el fallecido, el dolor se mezclaba con el anhelo de encontrarle sentido a la pérdida de otro soldado.
“Él estaba seguro de que estaba haciendo lo correcto”, dijo la hermana de Kadyrov, Lena Kabaeva, quien afirmó que él “nunca se quejó” de las condiciones en el frente y usó su salario para comprar regalos a sus sobrinos y sobrinas.
Otra de las hermanas de Kadyrov, Natasha, estaba tan fuera de sí por el dolor que sus hermanos le dieron un sedante. Kabaeva dijo que la familia consideró necesario decirle a su madre que su hijo había muerto en batalla contra los estadounidenses.
“Ella todavía no entiende de qué se trata esta guerra”, dijo Kabaeva, quien explicó que su madre creció cuando Ucrania y Rusia eran parte de la Unión Soviética. “Le resultaría imposible entender que hoy estamos luchando contra los ucranianos”.
Kadyrov, un granjero de voz suave conocido en su familia por su apodo, Vitya, pensaba que era demasiado mayor para ser convocado a la guerra. Pero en octubre de 2022, poco después de que el presidente de Rusia Vladimir Putin ordenara una movilización de soldados, Kadyrov fue reclutado a los 49 años. Murió, junto con otros dos soldados, pocos meses después.
“Antes no se llevaban a los mayores, ahora se llevan a todos de cualquier manera”, comentó la Kadyrova mayor, una mujer de etnia kazaja cuyos antepasados llegaron a la región desde la actual Kazajistán, cuya frontera está a unos 160 kilómetros de distancia.
A lo largo del día, las mujeres de la familia se agolparon en la cocina para servir té con leche y preparar beshbarmak, una especialidad kazaja de carne guisada con cebolla sobre una capa de fideos gruesos.
Otros familiares y amigos se reunieron en la sala más grande de la casa, sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Casi todos hablaron de otros seres queridos que habían muerto en Ucrania, ya sea porque habían sido reclutados o porque se habían unido al grupo de mercenarios Wagner, como uno de los primos de Kadyrov, Alexei.
“Occidente puso a Ucrania contra nosotros”, afirmó Mindiyar Abuyev, de 77 años, tras mencionar haber asistido al funeral de Alexei. “Somos gente sencilla, apoyamos a nuestro Putin y ganaremos”.
Cuando cayó la noche de mediados de noviembre, los dolientes salieron para recibir el ataúd de Kadyrov. Kadyrova y Natasha lloraron mientras los hombres de la familia colocaban el ataúd cerrado sobre un soporte frente a tres coronas funerarias traídas por miembros del gobierno local. (Una de las coronas llevaba el nombre equivocado, presumiblemente de otro soldado muerto).
Dos funcionarios presidieron una ceremonia con honores militares.
“Este es un acontecimiento trágico y devastador”, dijo el jefe del gobierno local, Sergei Yermolov, con la voz suave de un locutor profesional. “Pero es gracias a hombres como él que hay un cielo pacífico sobre nuestro país. Al participar en la operación militar especial, defienden nuestra libertad, nuestras vidas y la salud de nuestros hijos y seres queridos. Memoria eterna y gloria eterna a él”.
El comisario militar regional le entregó a la familia una bandera rusa y una banda militar tocó una versión reducida del himno nacional ruso mientras un guardia de honor disparaba al aire.
Acto seguido, el ataúd fue llevado al recinto familiar, donde, según la costumbre local kazaja, pasaría la noche antes del entierro al día siguiente.
Es una escena que se repite en pueblos como Ovsyanka, en la región del Volga, y en toda Rusia.
“Tengo otro amigo que fue movilizado”, dijo Alyona, de 22 años, esposa de uno de los sobrinos de Kadyrov. “Se fue a la guerra pesando 120 kilos. Todo lo que trajo de vuelta fueron 20 kilos”, de huesos, dijo. Estaba desolada porque la familia Kadyrov no pudo lavar el cadáver según la costumbre musulmana, ni abrir el ataúd para darle el último adiós.
Ovsyanka se encuentra tres horas al sur de Samara, la octava ciudad más grande de Rusia. La aldea, que ya no es una granja comunal, ahora está empobrecida y ofrece pocos empleos aparte de la agricultura de subsistencia, según mencionó un residente local llamado Pasha. Escapar de la pobreza ha sido el principal incentivo para los soldados que se unen al ejército y ganan un bono de contratación de hasta 550.000 rublos (casi 6150 dólares) además de un salario mensual muy superior al salario típico en las aldeas de la región.
Además, el Estado ruso proporciona una compensación financiera a las familias de los soldados fallecidos, normalmente de 5 millones de rublos (unos 56.000 dólares) del gobierno federal, más otro pago del gobierno regional, normalmente entre 3 y 5 millones de rublos. La familia Kadyrov estaba en proceso de presentar la documentación para acceder a los fondos, dijo un familiar.
Pasha invocó la compensación monetaria mientras hablaba de dos hombres del pueblo que se habían suicidado el año pasado. “Al menos podrían haber participado en la operación militar especial, haber muerto con honor y asegurarse de que sus familias estuvieran protegidas”, afirmó.
El hermano mayor de Kadyrov, Murat, se ahorcó en 2016, lo que agudiza el dolor de la familia por la pérdida de un segundo hijo.
Tras la ceremonia, un grupo de los familiares varones más cercanos a Kadyrov se sentó junto al ataúd cerrado en la sala principal. El debate sobre el valor de la guerra se tornó emotivo.
Zhaslan, de 34 años, casado con una sobrina de Kadyrov, cuestionó la justificación gubernamental de por qué los rusos tienen que luchar y morir. “La gente dice que es por la patria”, dijo. “Pero, ¿dónde está la patria? La patria es la que te protege, no la que te destruye”.
Dijo que la televisión rusa estaba llena de mentiras. “En la caja zombi nos muestran que todo va bien y que nuestro bando va ganando”, dijo. Pero entonces, ¿por qué, preguntó, las líneas del frente apenas se han movido desde que los mercenarios de Wagner tomaron Bajmut la primavera pasada?
“Esta es una guerra inútil”, dijo.
Zhaslan estaba debatiendo con Sagindyk Kabaev, el esposo de Kabaeva, que continuamente planteaba el argumento, promulgado por Putin y los medios de comunicación rusos, de que Occidente había provocado la guerra.
“Esta guerra era inevitable”, afirmó Kabaev. Señaló el historial de Estados Unidos a la hora de iniciar guerras en el extranjero. “Hagamos cuentas: ¿cuántas guerras ha iniciado Estados Unidos?”.
También citó un argumento común —y falso—, impulsado por Putin, según el cual “Ucrania siempre ha sido históricamente territorio ruso”.
Aun así, Kabaev admitió: “La gente corriente sufre: los agricultores colectivos, los maquinistas y los conductores. Los hijos de los ministros no están ahí. Si lo hubieran estado, la guerra ya habría terminado hace tiempo”.
Al día siguiente, Kadyrov fue enterrado junto a su hermano en el suelo duro y rocoso de un pequeño cementerio cercano a las ruinas de otra granja destruida.
Gennady Bergengaliyev, director de escuela jubilado de un pueblo cercano, observaba cómo los hombres se turnaban para echar tierra en el túmulo funerario. Antes, había pronunciado un breve discurso sobre la importancia de defender Rusia y el papel que los hombres de la localidad han desempeñado en la guerra.
En el cementerio, señaló la lápida de Murat, hermano de Kadyrov, y luego a los hombres que se ocupaban de la tumba.
“Es una gran hazaña para sus padres”, dijo. “Era un tipo sencillo y corriente. Y esto los ha honrado”.