Read in English
Los años de la juventud suelen asociarse con nuevos horizontes. Hacer amigos. Vivir aventuras. Los primeros pasos independientes hacia el trabajo, el estudio o el amor. Sin embargo, para muchos jóvenes ucranianos la guerra con Rusia ha trastocado esa realidad, sustituyéndola por peligro y muerte, depresión y desarraigo.
En estas fotografías y entrevistas, seis jóvenes que viven en la capital ucraniana, Kiev, y sus alrededores, analizan la presión de entrar a la adultez en tiempos de conflicto. Algunos han visto y sentido demasiado cerca el costo de la guerra. Otros dicen que su vida cotidiana es, en su mayor parte, mundana. Pero todos coinciden en que el conflicto bélico ha alterado de manera indeleble lo que deberían ser sus años formativos como adultos.
Maryna Bodnar creció en la ciudad de Mariúpol, al sur de Ucrania. Decía que era una “chica indomable”, una temeraria que pasó su adolescencia buscando emociones y aventuras. Conoció a Vitalik en un sitio de citas y se enamoraron. Después, tuvieron dos hijos.
Maryna y Vitalik habían planeado casarse, pero solo cuando fueran muy mayores. “No lo veíamos necesario”, dijo ella. “Él era padre. Yo era madre. Estábamos cómodos”. Su prioridad era criar a los niños, construir un hogar, ver el mundo.
Pero Vitalik era soldado. Se alistó en las fuerzas armadas en 2014, cuando el Ejército ruso se anexionó Crimea y se apoderó de territorios en el este. Cuando Rusia invadió de nuevo en febrero de 2022, Vitalik fue desplegado en Mariúpol. Su muerte allí, un mes después de comenzar la lucha por la ciudad, destrozó los sueños de la pareja. Además, dejó a Maryna sola para criar a sus hijos, Matviy, de 3 años, y Gennady, de 2.
Ella vive con los niños en un apartamento en la ciudad natal de Vitalik, Chernígov, a unos 130 kilómetros al noreste de Kiev. Allí, los niños están cerca de sus abuelos y ella tiene un negocio de venta de velas: un poco de luz en su oscuridad, literalmente.
Sus emociones oscilan entre el dolor y la fe en que algún día pueda existir un futuro mejor. “No me siento fuerte”, confesó. “Pero busco fuerzas para continuar”.
Emilia y Denys se conocieron en una fiesta de cumpleaños en Kiev. Lo que floreció fue su primera relación seria, una época llena de emociones y posibilidades. Entonces, empezaron a caer las bombas y todo cambió.
Cuando las tropas de Moscú avanzaron sobre Kiev en las primeras semanas de la guerra, millones de ucranianos huyeron. Emilia, junto con su familia, escapó a los Países Bajos, con el plan de continuar sus estudios. Sin embargo, al ser un hombre adulto, Denys tenía prohibido salir de Ucrania. “Tuve que dejarlo todo atrás”, dijo Emilia. “Mi amor, mis amigos”.
La separación fue demoledora. Como extrañaba a Denys, no pudo lanzarse de lleno a una vida nueva. Así que, cuatro meses después de marcharse, regresó a Kiev. Ahora, ella y Denys están construyendo una vida juntos, en su antigua casa. La música y la composición son una parte importante de sus vidas nuevas, que llena los espacios entre los estudios de ella y el trabajo de él. “Empecé a disfrutar de las cosas sencillas”, afirmó ella.
Sin embargo, la presencia de la guerra es implacable y les ha obligado a asumir responsabilidades de adultos más rápidamente de lo que esperaban. Admite que al principio tenía miedo de volver, pero ha llegado a disfrutar de su independencia. “Me han robado una parte de mi juventud y de mi despreocupación”, reconoció. “No he tenido tiempo de procesarlo todo”.
FDurante más de un año, la vida de Kateryna Plechystova estuvo marcada por la ausencia.
El Batallón Azov de Ucrania había liderado la defensa de Mariúpol y su esposo, Oleh Krisenko, era uno de sus combatientes. En mayo, en el último acto de la batalla por la ciudad destruida, las fuerzas rusas asediaron a los combatientes ucranianos atrapados en búnkeres subterráneos en la acería Azovstal. Cuando terminó el asedio, Oleh y cientos de otros fueron obligados a rendirse como prisioneros de guerra.
Su cautiverio se convirtió en una causa internacional. Kateryna hizo campaña por su liberación como parte de la Asociación de Familias de Defensores de Azovstal. “Llegué a comprender el concepto de ser ‘amiga en la desgracia’”, afirmó. Al mismo tiempo, vivió meses de incertidumbre, que la sumieron en la ansiedad y la depresión.
Entonces, un día de mayo, recibió una llamada del Ejército. Oleh iba a ser liberado en un intercambio de prisioneros. Al día siguiente, él regresó a su vida.
Ella temía no reconocerlo. Llegó en un autobús con otros presos, con aspecto macilento y marcado por los malos tratos sufridos durante su detención. Pero estaba en casa.
Han intentado volver a su antigua vida. Pero los retos —emocionales, físicos, mentales— a veces les dificultan saber cómo reaccionar, cómo comportarse, cómo vivir. Durante los meses en que su esposo estuvo desaparecido, el trabajo de Kateryna como fisioterapeuta se convirtió en un consuelo y un salvavidas. Todavía se apoya en él. “Curar a la gente”, dijo, “de alguna manera me ayuda a curarme”.
En los años en que sus sueños aún parecían posibles, Ruslan Kushka se propuso estudiar Química en la República Checa. Era una ambición inusual, pero nada descabellada. Para hacerlo realidad, había estudiado mucho en la escuela. Empezó a aprender checo. Llegado el momento, incluso había obtenido una plaza en una universidad de Praga.
Aceptar ese cupo ahora es imposible. En medio de una situación de emergencia nacional, la pérdida de la oportunidad de estudiar en el extranjero podría parecer manejable y difícilmente motivo de queja, pues los hombres de su edad están muriendo por millares.
Pero para Ruslan, el sueño truncado no era una mera abstracción; era suyo. Ahora, atrapado en la brecha entre la decepción y el deber, lucha contra la depresión, la confusión y la desgana.
Su nuevo camino le llevó el otoño pasado a Bucha, a las afueras de Kiev, donde esta primavera empezó a trabajar en una farmacia. Comenzó a ahorrar dinero para comprarse un microscopio y entrena en un gimnasio tres veces por semana. “Tengo que seguir adelante”, dijo entonces.
Meses después, República Checa seguía siendo un sueño. Su lucha por recuperar la salud mental continuaba. Sus reflexiones se volvieron amargas. Los mayores empiezan las guerras, decía, “pero los jóvenes las sufren”.
En su adolescencia, Oleksandr Budko leía relatos sobre los heroicos combatientes ucranianos de la historia. Esos ejemplos alimentaron su patriotismo y le hicieron querer servir a su país en el campo de batalla. El primer día de la invasión rusa del año pasado, Oleksandr, conocido como Teren, se alistó en el Ejército. Tras el entrenamiento inicial y el servicio en la defensa de Kiev, fue asignado a participar en una campaña para recuperar territorio en la región nororiental de Járkov.
Estaba viviendo su sueño. Todo cambió en un instante, cuando un proyectil cayó cerca de él y le amputó la parte inferior de las piernas. “Tuve emociones ambiguas”, relató sobre su reacción inicial. “Dolor, pánico y miedo. Y, al mismo tiempo, la incomprensión de cómo ocurrió. El cerebro se niega a creerlo”.
Ahora, tras un largo periodo en hospitales y en un centro de rehabilitación, se está adaptando. “Empecé a pensar en mi situación no como una discapacidad, sino como una oportunidad”, dijo.
Mantiene su pasión por el deporte, incluido el levantamiento de pesas, y en septiembre representó a Ucrania en los Juegos Invictus. Pero también está escribiendo sus memorias, que tituló Historia de un hombre obstinado, y cultiva una presencia cada vez mayor en las redes sociales, que no solo utiliza para promover la importancia de una actitud mental positiva, sino también para la reforma del cuidado que el Ejército dispensa a los soldados heridos. En muchos sentidos, esa es su nueva misión. “Siempre he tenido esa fuerza interior”, afirmó. “Soy una persona decidida”.
Por definición, la guerra es el peor de los momentos. Aun así, algunas personas se sienten atraídas por su intensidad. El conflicto puede dar a sus vidas un sentido de dirección. Mykhailo Panchyshyn lo buscó ansiosamente. “No era feliz en mi vida”, contó. “No encontraba una razón para vivir. No encontraba un propósito para mi vida”.
Cinco años antes, había sido el flamante ganador de la versión ucraniana del programa de telerrealidad musical Factor X. La fama y la fortuna le sonreían. Pero la industria musical que lo había encumbrado pronto lo devolvió a la tierra. Quería ser una estrella del rock. La industria lo consideraba una estrella del pop. Desde afuera, podría parecer una diferencia insignificante. Pero para un artista sensible, lanzado a los reflectores, fue una situación crítica. Desesperado y desconfiado, Mykhailo dejó de hacer música. Días después de la invasión rusa, se unió a la defensa territorial. La guerra, extrañamente, parecía un camino a seguir. Así que se inclinó por ella.
Sin embargo, frustrados por la falta de acción, él y dos amigos solicitaron incorporarse al Ejército y estar más cerca de los combates. “Por favor, envíenos al frente”, suplicaron. “A la primera línea. A la primera línea del frente”. La petición fue concedida, pero el servicio en Bajmut tuvo un precio: durante días de intensos bombardeos, él y sus amigos sufrieron contusiones graves. Finalmente, fueron dados de baja. Pero la guerra había cambiado a Mykhailo y le había devuelto su pasión por la música.
En las trincheras, volvió a escribir letras. Cantaba para los soldados heridos en los hospitales. Volvió a actuar y recaudó fondos para el Ejército.
“La guerra ha marcado mi futuro”, dijo, “y también mi comprensión y perspectiva del futuro. Era como si estuviera rodando y no supiera qué hacer”. Ahora ve su fama, que antes era una carga, como una ventaja.
“Nuestra generación no sabía qué hacer después ni cómo vivir y la guerra nos dio un impulso muy poderoso”, dijo Mykhailo. “Así fue como nuestra generación fue a la guerra y creció”.
Oleksandra Mykolyshyn colaboró con reportería.
Producido por Mona Boshnaq.
Matthew Mpoke Bigg es un corresponsal que cubre noticias internacionales. Antes fue reportero, editor y jefe de corresponsalía para Reuters y ha ocupado puestos en Nairobi, Abiyán, Atlanta, Yakarta y Acra. Más de Matthew Mpoke Bigg